La perspectiva que deseo compartir sobre la universidad nacional no puede ser separada de un principio que la fundamenta, de una condición desde la que me posiciono y de un marco de análisis que la justifica.
El principio es el de la valorización del papel que la universidad debe ejercer como espacio de lucha por una sociedad más justa, más inclusiva, como protagonista de la búsqueda de un mundo posible, una universidad comprometida con la producción rigurosa del saber al servicio de un proyecto de nación democrática. Pero también de una universidad abierta a pensarse a sí misma y a cambiarse a sí misma, sin condicionamientos, diría el filósofo Jaques Derrida.
La condición, desde la que comparto mi perspectiva, es la de ex decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo y, por lo tanto, ciudadana universitaria que ha tratado y trata de comprender las políticas universitarias actuales desde una perspectiva que combina la experiencia y la rigurosidad analítica con el compromiso político de repensar la universidad latinoamericana y argentina.
Y un marco de análisis que parte de una coyuntura que nos interpela dadas sus características de expresión, que sin ser inéditas, son singulares y peligrosas.
Mis estudiantes me han escuchado repetidas veces que utilizo dos categorías temporales para analizar determinados acontecimientos: “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”. Es que ellas posibilitan entrecruzar el pasado y el futuro porque no existe ninguna historia que no haya sido constituida mediante las experiencias y esperanzas de personas que actúan o sufren.
Como si de una costumbre se tratara, parece que siempre aparecen coyunturas que propician cuestionar, nuestra universidad nacional, pública, laica y gratuita. Lo más lamentable es que ese cuestionamiento observa uno de los aspectos. No se comprende al sistema universitario en su complejidad y los condicionamientos de múltiples variables del entorno: sociales, científico-disciplinares, políticas, teórico-pedagógicas, económicas, entre otras y cada una de ellas tiene su propia dinámica y crea tensiones que pueden llegar a paralizar, mover o intentar destruir.
En el país de las antinomias, unitario y federal, católico y liberal, radical y peronistas, peronistas y antiperonistas, izquierdas y derechas, hay algo que todavía nos une y es la universidad pública, gratuita, inclusiva y de calidad. Podemos definirla desde diversas perspectivas pero todas, todos sabemos que son expresión de un proyecto político, económico, social y cultural, de un modelo de país y por eso siempre está en “disputa”. Como Sísifo mitológico pareciera que estuviéramos condenados a volver a empezar, sin memoria, cada vez a remontar una pesada roca.
La universidad es una institución y como tal tiene un sentido, en el sentido de sistemas de pensamiento y acción, un nudo que entrelaza “saber con permanencia”. Por eso se requiere conocer y valorar lo que está, lo que se ha hecho y se está haciendo. Un camino imaginario que nos lleva desde la primera universidad creada por los jesuitas en 1621 hasta la actualidad, pasando por la Reforma de 1918 y el decreto de gratuidad de 1949 confirma momentos de apertura, repliegue, censura y clausura.
El ciclo político iniciado con el gobierno de Javier Milei volvió a poner en disputa a nuestra Universidad. Pero si hay algo que para mí es absolutamente inédito, es el menosprecio, el insulto y hasta el sabor de repugnancia que sus palabras destilan para todo lo público. Y esto es lo peligroso porque el lenguaje tiene un carácter performativo, es decir, no describe algo, lo hace en el acto de decir. Y me remito a una obra de la filósofa Bárbara Cassin “Cómo hacer de verdad cosas con palabras” donde señala que “el real acto político es un acto de lenguaje”
Decir que la universidad pública es un gasto, es un centro de adoctrinamiento, de corporativismo…no es inocuo. Como un sutil taladro penetra en las ciudadanas, en los ciudadanos, inoculando el virus de la violencia que adormece las posibilidades de construir una comunidad de diálogo.
Mencioné en el comienzo que nuestra universidad debería ser sin condición, aunque sea una palabra que resuene a utopía. Esta es la profesión de fe que el filósofo Jacques Derrida enunció en 1998, “una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad”.
La universidad no tiene que estar condicionada por los poderes de turno ni por las grandes corporaciones, más bien debe enfrentarse a ellos y es, esa misma incondicionalidad, la que hace de ella, entre todas las instituciones públicas del país, la que más irrita. No son perfectas, ni lo serán, pero el hecho de someterse periódicamente a evaluaciones internas y externas, de gobernarse a partir de representantes de todos los claustros (estudiantes, docentes, no docentes, y graduados), de elecciones democráticas, de la ampliación del dispositivo de participación a partir del involucramiento con las necesidades de la sociedad, equivale a definir una independencia frente a los intereses comerciales, financieros, políticos.
El desfinanciamiento de una institución nacional es el comienzo de un lento proceso a su reducción y privatización. Bajo la pregunta excusa de dónde saldrá el presupuesto universitario necesario para su funcionamiento se esconden otras preguntas que el veto presidencial quiere silenciar.
El mensaje que quiero dejar es que nuestra Universidad, esa que surgió por el clamor de estudiantes cuyanos en 1939, es una institución abierta a pensarse a sí misma, a cambiarse a sí misma, a mirar un futuro, siempre en diálogo con la sociedad que la sustenta.