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Ensayo sobre la ceguera

La escritora y profesora de Filosofía Margarita Vadell es la autora de “Del susurro al grito. Símbolo y verdad de la ceguera”, un ensayo que interpela. Vadell es una egresada muy querida de la facultad de Filosofía y Letras. Aquí, la nota de la periodista de la UNCuyo, Verónica Gordillo.

26 de marzo de 2018 Por: Verónica Gordillo para UNCuyo
imagen Ensayo sobre la ceguera

Foto: Victoria Gaitán.

No es un libro de autoayuda ni cuenta una historia de superación. Quien pretenda encontrarse con un texto así, simplemente debe dejar sobre la mesa de luz Del susurro al grito. Símbolo y verdad de la ceguera, de la escritora Margarita Vadell, porque en esas doscientas páginas no hay nada de eso. Hay, sí, un ensayo de una enorme profundidad sobre la ceguera, sobre los símbolos que la rodean, repleto de preguntas y con casi ninguna certeza, un ensayo que atropella, que interpela al lector.

Margarita Vadell (75) es más que ninguna otra cosa una escritora; una escritora que además es ciega de nacimiento y que decidió escribir un ensayo sobre la ceguera, aun cuando su eterna pasión es la poesía, una pasión que plasmó en su libro Poemas inevitables. Ella se enreda en explicar que no por ser ciega eligió la temática, pero que no por serlo dejaría de escribir el ensayo; que el tema estaba ahí y que, en definitiva, lo más importante­ ­–como cuando cocina– es que esté rico, que se lo coman y les aproveche, que no les caiga mal.

Desde afuera, la explicación parece más sencilla. Ni bien una se adentra en las páginas queda claro que sin el pulso de su vida, sin su voz, el ensayo tendría menos peso específico, sería más blando, más soso, más olvidable.

A Margarita no le gustan las historias de las personas que tienen alguna limitación y son presentadas como excepción, porque cree que eso deja afuera a los demás, como si debieran sobresalir por algo, pero su vida es una tentación. A los tres años aprendió a leer braille en un aula rodeada de adultos; a los cinco decidió que sería maestra, luego de ayudar a don Manuel Aroca –un agricultor que quedó ciego a causa de un accidente en la viña– a entender esos puntitos grabados en el papel. A los codazos lo logró (exigían tener dos tercios de visión, a lo que obviamente no llegaba), a los codazos se recibió de profesora y licenciada en Filosofía en la UNCUYO y a los codazos trabajó de maestra y de profesora.

La escritora recuerda el día que le dijo a su padre que quería ser maestra, que para ella era –es– igual a enseñar a leer. “En esa aula donde estaba rodeada de adultos me enamoraron esas personas tan distintas, personas a las que les había acaecido este cambio más o menos violento, y cada uno tenía un mundo, ese mundo era el que a mí me llegaba. Cuando la muerte te llega, te aniquila todo. La ceguera te aniquila una parte de vos, es una muerte parcial, te quita algo de vos, pero está tu vida, tu vida anterior, tu testimonio”.

Margarita no tiene miedo de decir las cosas tal como son, sin adornos, con la dureza de la realidad. “Con este libro no hay exclusión de lector, bienvenidos todos –los que ven y los que no–, porque se trata de desmalezar el trayecto de un símbolo y hacer ver que quienes estamos de alguna manera impatriados, quienes estamos en el útero de ese símbolo, hemos tenido que pasar y vamos a seguir pasando seguramente por mucho sufrimiento, por fraguas muy dolorosas, lo que no significa que tengas que ser un desdichado, ni una desgraciada, pero se trata de que esto se comprenda”.

Vida y obra

La escritora nos recibe en el living de su casa de Godoy Cruz, donde está el piano que toca desde niña y que alguna vez pensó en dejar, sólo para darle la contra a ese estereotipo que dice que los ciegos interpretan algún instrumento o tienen cercanía con la música. No lo hizo. Esa casa, en la que llama la atención una galería vidriada por la que se entra a un jardín que parece un bosque, es la que comparte con su marido, el también profesor Armando Rodríguez, al que conoció en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCUYO, y la que comparte siempre que llegan con sus hijos Gabriel y María del Pilar, con otros dos hijos que le regaló la vida, Ricardo y Vanina, y con sus nietos Micaela, Fausto, Juan y Mauro.

La escritora quiere que el centro de la entrevista sea el libro, pero es un poco difícil. Va hilando las historias, se atropella con las palabras para contar una historia que no entra ni en cien entrevistas, es histriónica, se para, representa momentos, se ríe. Es bajita, delgada y pasa en un segundo de la carcajada a decir algo que nos deja heladas (a la fotógrafa y a mí). “Con la tecnología actual no dudaría en hacer lo que hice, pero volver a hacer lo que hice para obtener el título, no lo haría. Sí creo que trabajaría por ser maestra. La facultad no me costó en cuanto al desarrollo, pero las trabas que me pusieron en aquel momento fueron tantas y tan duras que, si tuviera que volver a hacerlo, no lo haría. Yo voy a bregar por la inclusión hasta que me muera, porque creo que estamos naturalmente incluidos. Estás incluido desde que te dicen que alguien está embarazada, lo que hay que ir mejorando son los modos”, fueron sus palabras.

Margarita recuerda con alegría su niñez en Rodeo de la Cruz, a sus hermanos, a sus amigos del barrio, a su papá Francisco y a su mamá Francisca, que aun con su escasa instrucción la acompañaron y la incentivaron. Recuerda sus preguntas: no entendía por qué no iba a la escuela, por qué no se ponía el guardapolvo y salía con la maleta como los otros chicos; simplemente en ese momento –año 1957– no había escuela para ciegos. Cuando el resto partía a clases, ella se quedaba con su abuela Margarita, que tenía una copla para cada momento, que le regaló el ritmo –tan necesario para escribir– y que le dio un consejo que agradece siempre. Le dijo: “Una mujer tiene que conseguir dos cosas: un buen trabajo y un buen hombre, pero si tiene que elegir, que sea el buen trabajo”.

Uno de sus recuerdos más nítidos fue el momento en que descubrió su amor por la lectura. “Estaba parada frente a la cómoda, nunca supe si era verano u otoño, pero la estación era confortable. Había un papelito que tenía unos puntitos, puse la mano sobre las puntitos y a mí me entretenía –obviamente– lo tocable. Entonces, mi madre me dice: '¿Te gustan?'; 'Sí', le dije, 'son bonitos'. 'Bueno, entonces te voy a llevar a un lugar donde te van a enseñar a leer con puntitos como esos, y ya no vas a tener que darle a tu hermana un caramelo para que te lea el Kirikiki'”. Desde el momento en que aprendió braille, leyó todo lo que encontró y no paró, no para.

 

La fuerza de un símbolo

Margarita nombra a algunas de las personas que la ayudaron: Celina Nicolini, que le enseñó braille analítico, una forma no convencional que consiste en leer la palabra entera; sus compañeros de secundario y del magisterio y el profesor Vicente Cicchitti, quien la guio en la elección de su carrera. Le dijo: “No siga Letras, porque las técnicas se aprenden, usted ha leído mucho y va a seguir. Apunte a Filosofía, que probablemente la ayude a buscar más profundamente lo que va a decir. No es tan importante cómo lo va a decir; busque primero, mocosa, qué va a decir”.

El profesor tenía razón: el ensayo es una muestra de que encontró algo que quería decir. En las doscientas páginas del libro, editado por Dunken (disponible en García Santos, librería Técnica, Centro Internacional y en Amazon), escribe sobre la ceguera como símbolo de extravío existencial, del ser abandonado, de la incomunicación y sobre los personajes ciegos en las novelas de Ernesto Sábato y en las obras de teatro de Antonio Buero Vallejo, entre otros autores.

¿Cuál fue el propósito de escribir el ensayo?

En realidad quería escribir este libro porque me evocaba la cuestión simbólica, no era el propósito –no es el propósito– catequizar, no es que quiera que de acá en más se trate a los ciegos de otra manera, con un término que se utilizaría ahora que es visibilizar, porque yo no escribí este libro para que se visibilice. A mí se me fue apareciendo la emergencia del símbolo porque sigo pensando lo mismo: la ceguera es una discapacidad como cualquier otra, sencillamente no ves; pero no es así, no es cierto, en realidad es vicaria de otra cosa: cuando una persona no ve, no te ve, no te mira.

¿Qué te gustaría que pase con el libro?

Quiero que vaya inquiriendo, haciendo preguntas. Espero, deseo que sea discutido por quienes tengan algo que discutir, sobre todo quiero tener el coraje de leerlo. Y me doy cuenta de que hay muchas cosas que las he tomado casi pidiendo disculpas, hay mucho "Yo pienso", "A mí me parece", tuve que hacer muchas correcciones, lo escribí como pidiendo disculpas. Sobre todo me interesa que la gente no vea un libro mal escrito. Un escritor escribe porque no podemos dejar de escribir, no podemos dejar de respirar. Yo no podría dejar de escribir y me voy dando cuenta de que todo escritor hace autobiografía, aunque no se lo proponga. El yo del poeta es lo menos singular.

En el ensayo se plantea que hubo mitos y leyendas sobre algunas enfermedades o discapacidades que se superaron con razones científicas, pero que eso no pasó con la ceguera. ¿Por qué?

Porque si hay una persona a la que le falta una pierna, veo que no puede caminar, ella me mira, le pregunto qué pasó y listo; aun con un sordo, si no me oye le hago una seña, me mira y listo, pero la mirada (es una de las cosas que me dolió, me costó descubrir) es el primero de los gestos. La mirada es la distancia, la noción de distancia, estoy más cerca o más lejos. El tacto es está o no está, pero la mirada es puente, es un puente básico. Toda palabra irrumpe, toda palabra hace una huella en el mundo, el lenguaje marca. Cuando sos mamá y estás frente a tu bebé, cuando empieza esa etapa del enamoramiento que es tan sutil, no llega de golpe la palabra, nadie se larga a la pileta si no hay miraditas previas. Es todo un lenguaje muy difícil de suplir y que exige de parte de la persona que no ve un gran esfuerzo de amor. Creo que eso no se está trabajando, eso es lo que yo quisiera trabajar.

Eso que hay que suplir –la mirada– es justamente lo que la escritora dice que en una Mendoza que era muy aldea, muy dura, a veces no perdonaban. “¿Sabés por qué me perdonaron a mí que fuera cieguita? Porque no era tan fiera, no tenía tan mal los ojos y era inteligentita. Es cierto, te lo juro, yo lo sabía. Había gente que me invitaba porque era inteligentita. Fue eso. Porque te perdonan lo que te falta por lo que puedas o no puedas tener. Eso no lo encontraba en mis compañeros de curso. Para mis compañeros era absolutamente natural, eran jóvenes e interactuábamos. También tuve profesores extraordinarios”.

Margarita dice que en realidad lo que atraía no era su inteligencia, sino sus ganas de vivir. “Yo estoy de acuerdo en que enamoraba, por mi interés, por mis ganas, no enamoraba por mi inteligencia. Es por lo mismo que quiero seguir enamorando ahora y hasta el día que me muera: mis ganas de vivir, mi interés por las cosas, me parece que eso sí es un don, lo rescato. Eso lo tenía mi padre –que no era ciego–, lo tenía mi abuela –que no era ciega– y aun ahora mi hermana, me doy cuenta de que estamos muy juntas y se solaza en mis ganas de vivir: me pregunta qué hice, adónde fui, qué película vimos, eso es un privilegio”. Margarita tiene razón: enamora, sobre todo, por sus ganas de vivir.

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