Esta mañana nos sorprendimos con la triste noticia de la muerte de Liliana Bodoc, en nuestra ciudad. En el año 2015 iniciamos desde la Facultad el pedido de otorgamiento de título de Doctora Honoris Causa, por la Universidad Nacional de Cuyo, que le fuera dado finalmente al año siguiente. En privado, desde la gestación del proyecto mismo, y luego, públicamente, cuando lo recibió, Liliana manifestó su entusiasmo y la alegría profundísima de recibir la distinción en la que llamaba orgullosamente “mi facultad”.
En su oportunidad enumeramos los jalones de su obra literaria, enorme, los premios y los rasgos en los que fundábamos las razones para el otorgamiento de la distinción.
Ese 2016 nos permitió gozar de la generosidad de Liliana. Dictó el taller “Palabras y corporalidad en la escritura literaria”, luego de recibir la distinción. Inmediatamente estableció una comunicación franca con los asistentes y era maravilloso ver cómo cedían al encantamiento de su palabra maestra pero nunca censora. Y en setiembre, dictó un segundo “Taller de escritores para escritores” junto con Juan López y Sonnia de Monte.
Nos parece un mejor homenaje omitir el listado de los méritos y argumentos que se elevaron oportunamente al Consejo Superior y que le darían a esta evocación la forma del “obituario”. Antes, creemos que es mejor recordarla en su vitalidad a través de sus pensamientos y sentires. Por eso reproducimos algunos momentos significativos de las palabras que pronunció cuando recibió el título de Doctora Honoris Causa y el poema leído en la Universidad de La Plata en el año 2013 en las “V Jornadas de Poéticas de la Literatura Argentina para niños” en el que expresa el sentido que le asigna a la muerte.
“En fin, el verdadero límite de nuestros mundos estará dado por la mayor o menor concentración simbólica, la mayor o menor intensidad sagrada que impregne nuestro lenguaje”.
“Nos hace falta pensar la palabra como un contacto privilegiado con el mundo. Lo primero que debiéramos enseñarle a un niño es a honrar orgullosamente su lengua materna”.
“Supongo entonces que el principal valor que debe sostener el arte es su posibilidad de actuar sobre lo real para incrementar en lo real la densidad ética y la densidad estética”.
“¿Quién no merece recibir palabras?, ¿quién no merece agua pura? ¿Cuáles son los requisitos para merecer educación? La educación no se imparte, se devuelve. La educación no es un acto de generosidad sino de justicia. Nos educó la especia humana. Su sangre está en nuestros libros. Su sudor impregna nuestras sutilezas. Su trabajo sostiene las más elaboradas teorías”.
La poesía
Recuerdo muy bien aquel mundo de agua donde empezó mi vida. Lo recuerdo porque puedo imaginarlo, porque puedo conjeturarlo. Ese mundo de agua, redondo y sin fondo, donde adquirí mi forma fue la metáfora primera que conocí. Y el canal entre mi madre y yo, fue el primer verso.
Porque la poesía es una conjetura acerca de lo inefable. Un modo, quizás el único, de acercarse a las quimeras.
Recuerdo también el día en que mi madre se quedó parada a mis espaldas, mientras yo subía las escaleras de la mano de una mujer vestida con guardapolvo blanco. La mujer me dijo que no llorara, que iba a enseñarme a dibujar la letra m. Entonces, llegó de nuevo la poesía. Y entendí que el lenguaje puede ser la extensión del regazo materno.
También recuerdo cuando ocurrió al revés, y fue mi propio vientre una metáfora de agua. Puedo recordar cuando yo fui la madre detenida a espaldas de mi niña. Aquella vez, regresó la poesía a explicarme los sentidos del tiempo.
Hoy recuerdo mi muerte.
Puedo recordarla porque puedo imaginarla, puedo conjeturarla.
Si en ese trance consigo aceptar que es nuestro deber dejar sitio a los otros, entonces la muerte no será más que la mejor metáfora del amor.