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El anhelo de la desintegración, la cimitarra de hierro y la universidad pública argentina

Compartimos la nota que escribió el secretario de investigación de la FFYL; Dr. Diego Niemetz para diario MDZ, en el marco de la defensa de la universidad pública.

07 de octubre de 2024, 19:15.

imagen El anhelo de la desintegración, la cimitarra de hierro y la universidad pública argentina

Asistimos a una ola de opiniones que giran en torno a la presunta decadencia del sistema universitario argentino, vinculada principalmente (de nuevo de manera presunta y según los enunciadores de tales opiniones) con la masificación y con la politización de dicho sistema. Entre otras observaciones, se señala su elefantiasis y despilfarro de recursos económicos, su orientación ideológica, su supuesta voluntad adoctrinante, su innecesaria masividad y sus, agregan los editorialistas, paupérrimos resultados cuanti y cualitativos.

Me parece importante poder aportar una respuesta que surja desde la academia e, incluso, de la propia facultad donde se han generado algunas opiniones que han tomado estado público recientemente. Fundamentalmente, porque dichas intervenciones dan la apariencia, para quien no conoce el funcionamiento universitario, de una supuesta confesión de parte que sirve para impugnar el sistema en su totalidad, cuando en realidad el hecho mismo de que estos discursos existan demuestra la efectiva convivencia ideológica en la universidad pública argentina y son, por cierto, parte de la evidencia incontrastable de que no existe una organización orientada hacia el adoctrinamiento. Además, me parece necesario poder hacerlo no desde la indignación, que lógicamente estas opiniones “desde adentro” generan en gran parte de la comunidad académica que se siente agredida una vez más y, hasta cierto punto, traicionada. Si no desde una racionalidad y una serenidad que, de alguna manera, aporte a la discusión colectiva y que al mismo tiempo ponga de relieve la importancia del conocimiento que se produce en nuestras universidades que, en definitiva, fomenta el desarrollo de un pensamiento crítico y democrático.

La dinámica de oposiciones ha sido ampliamente descripta y no es específica del sistema cultural argentino. Pierre Bourdieu insiste en caracterizar la oposición centro/periferia como estructurante de los sistemas de producción simbólica. En el campo cultural, dicha oposición se materializa en lógicas que Bourdieu caracteriza como enfrentamientos discursivos entre la ortodoxia consagrada y la heterodoxia advenediza y las vincula con las funciones del sacerdote y del profeta que proponía Raymond Williams.

En todo caso y aunque, como decíamos, es una característica global, el sistema cultural argentino está estructurado desde su origen explícitamente en torno al par opositivo civilización o barbarie, consagrado por Sarmiento en Facundo. En 1837, ocho años antes, Esteban Echeverría había publicado “El matadero”, considerado el primer cuento de la literatura argentina (y, aun antes, Ascasubi había escrito “La resfalosa”). Como se sabe, el texto de Echeverría narra el secuestro, violación y asesinato de un refinado joven unitario por parte de una horda de federales salvajes. Nombres como Sarmiento y Echeverría han trascendido y, de hecho, son el origen mismo de la ortodoxia literaria. Es decir, el nacimiento del sistema literario consagrado por la academia está orientado hacia una visión liberal que, sin demasiado esfuerzo argumental, podría ser calificado como elitista. Esta perspectiva se hegemoniza y se sostiene a lo largo de más de un siglo de historia literaria: Borges y Bioy, en un episodio memorable, reescribieron “El matadero” en clave antiperonista y filosemita. Me refiero a “La fiesta del monstruo” (H. Bustos Domecq, 1947), donde el joven unitario es ahora un idealizado judío al que los nuevos salvajes apedrean ferozmente luego de llamarlo “sinagoga”. Algunas lecturas insinúan que una interpretación en esa misma dirección podría hacerse de “Casa tomada”, en donde la tradicional oligarquía argentina parece ser amenazada por una fuerza indefinida que avanza sobre la casa familiar. Cortázar representa, sin tanta sutileza, el mismo conflicto en “Las puertas del cielo”, incluido también en Bestiario.

Durante años, la intelligentsia argentina se preguntó quién sería el encargado de escribir el Facundo cuando en realidad, y paradójicamente, ya lo único que podía hacerse era volver a escribirlo una y otra vez, aunque cambiaran algunas lógicas. Es evidente que “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher y  “El niño proletario” (1973) de Osvaldo Lamborghini son relecturas y reescrituras de esa misma clave cultural de ortodoxias y herejías propias de la estructuración opositiva del sistema que revelan, justamente, el dinamismo que venimos describiendo: la paradoja, si se quiere, es que Rozenmacher era judío y escribió su cuento para denunciar los abusos del sistema liberal en contra del sujeto histórico señalado como bárbaro por los unitarios como Echeverría y por los antiperonistas como Borges. Lamborghini, hijo de un ingeniero, producto de la universidad pública argentina, escribió varias alegorías para referirse a la violencia política, más allá de “El niño proletario”. Pero, si se quiere, también cuentos como “La fiesta ajena” (1982) de Liliana Heker puede pensarse en la misma dirección, al igual que “El carrito” (2016) de Mariana Enríquez o “Nada de todo esto” (2015) de Samanta Schweblin

Al estudiar el devenir del campo literario, sus escrituras hegemónicas, sus cambios de perspectiva, es evidente que la historia no avala solamente una interpretación.

imagen La plaza Independencia se colmó con la marcha universitaria.

La plaza Independencia se colmó con la marcha universitaria.

Ejercicio

Ejercicio análogo podemos proponer sobre el campo universitario: vale la pena preguntarse, por lo tanto, qué ven los que solo ven decadencia y corrupción y populismo en la universidad pública argentina o en el sistema científico nacional. Que la educación universitaria esté atravesando una crisis, ¿significa que hay que arrasarla completamente? ¿rendirse al discurso elitista y/o privatizante? Si, presuntamente, los estudiantes no saben nada o son los que menos saben sobre la institución…¿eso supone que los profesores lo saben todo? En mi humilde experiencia, eso no es cierto y, de hecho, muchos docentes no solamente son incapaces de entender las lógicas que dominan el funcionamiento de las instituciones, sus objetivos generales, ni siquiera quién es el sujeto cuya existencia justifica en gran medida su propio rol en dicha estructura; no solo son incapaces de ver todo eso, decía, sino que no están siquiera interesados en absolutamente ningún aspecto de la vida universitaria ni de su manejo. Desconocen sus estructuras de funcionamiento, sus órganos legislativos, sus ciclos de gobierno. Cuál es, entonces, el verdadero fracaso de dicha organización: ¿ser el resultado de un proceso inédito en el continente, que apunta a facilitar el acceso de otras clases sociales a los estudios de alto nivel y que fue siempre interrumpido por motivos de diferente naturaleza? ¿O que no ha sabido capitalizar ese origen ni satisfacer las necesidades de ascenso de la sociedad que la alberga, traicionando en muchas ocasiones y dejando a la deriva a los sujetos que debía educar? 

En todo caso, el fracaso no es producir posiciones disonantes que, en mayor o menor medida, resultan discursos “heréticos” que amenazan la propia existencia. Este es uno de sus mayores logros, aunque sea doloroso admitirlo. El fracaso es, al menos en parte, permitir que las pasiones transitorias oculten las dinámicas históricas: en la parábola que se puede trazar a partir de las ficciones antes mencionadas, se revela cómo los liberales del siglo XIX se convirtieron en puntales de cuanta dictadura militar se desarrolló a lo largo del siglo XX. Asimismo, es evidente que muchos de los herederos de quienes encontraron en la universidad pública un camino de ascenso social hace cuarenta, cincuenta o sesenta años, hoy se vuelven en su contra y ponen en duda su legitimidad.

Aquí, nuevamente, podemos recurrir a un texto de Borges. “Los teólogos”, uno de sus cuentos más emblemáticos, representa hasta qué punto la batalla por el poder simbólico es, en definitiva, una cáscara cuyo sentido es aportado o actualizado por los sujetos históricos en un contexto específico. El cuento comienza con este párrafo memorable: “Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su Dios que era una cimitarra de hierro”, que adelanta el tema central de la narración: los hombres, cegados por sus ideas y por sus pasiones, son capaces de hacer cualquier cosa (y para Borges el epítome del hacer es siempre, primero que nada, la escritura).

Luego el argumento se detiene en la historia de la enemistad entre Aureliano y Juan, los teólogos del título. Uno de ellos será, a la larga, condenado a morir en la hoguera utilizando en su contra, paradójicamente, las mismas palabras con las que años antes él mismo había impugnado una “peligrosa” secta. Elementalmente, lo que antes fue ortodoxia pura, ahora era herejía abominable. Pero Borges no se conforma, nunca, solo con señalar la paradoja, sino que va un paso más allá. El cuento cierra con una idea que se adelanta por lo menos 20 años al posestructuralismo derrideano y al giro lingüístico: “en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona”.

La Universidad es, virtuosamente y con todos sus defectos, un lugar donde todas esas doctrinas pueden confundirse, pero se confunden justamente, porque existe la universidad, que además es pública, laica y gratuita. Es de todos y para todos. Eso es lo que defendemos.

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